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Visita a la Medina - Crónica de viaje

 

Por Juan Carlos Tracogna

Amanece. La puerta azul está lista para recibir oleadas de artesanos, escolares, músicos, almuecines (1), poetas, vendedores. Aguateros tirando mulas y burros al grito de “Vala Vala” (“cuidado, cuidado”). El extremo superior del arco de entrada termina en puntas, como si conectara lo terrenal con el más allá. En pocos minutos la curiosidad del mundo invadirá de sombreros pomposos y cámaras refinadas los rincones santos de la Medina (2).

 

“A prepararse amigos, el tour será inolvidable” entusiasma el guía Said, un marroquí enamorado de su país y –ya que estamos- de las ventajas de la monarquía. Desde temprano el calor agobia, como los que venden chirimbolos empeñados en aligerar el bolsillo de los turistas. En el corredor de tiendas retumban voces que se vuelven familiares: “Alif-dhaal-zayn-kaaf-baa-shiin…sada/jahiz-sudej-idareiham…”. Said va adelante, atrás una cuarentena nos precipitamos por el laberinto de calles de la ciudad amurallada. El sol en las cabezas alterna con la sombra de los techitos pintados de verde islam. Las casas conservan su numeración y las dos aldabas en la puerta ―una para que llamen los allegados y otra para los que no lo son―. Las paredes destiñen el azul de Fez (3).

Los barrios de la Medina están entreverados, los baquianos hacen su changa acompañando a visitantes perdidos por los miles de atajos. Los flases despiertan en los medineses el pedido de propina, no parecen anestesiados de tanta exposición. Son las once de la mañana y un fuerte olor a cilantro, comino, canela avisa la proximidad del zoco ―así llamado al mercado―. Un cartel invita a probar el cuscús, una comida a base de sémola de trigo que se come con verduras, garbanzos y carne roja.

 

Los umbrales desbordan de hombres que esperan; unos con la mano alzada, los más  con la mirada hacia adentro. Un viejo de barba y anteojos parece en trance, a su lado tiene un palo que hace de bastón, de abajo de su chilaba (4) sale una plegaria, algo así como;“Elea-ahatam-vijl-nuun. En el recorrido se suceden mezquitas del siglo ocho, gremios de artesanos de antaño, la universidad más antigua, albergues para estudiantes que recitan el Corán, mendigos sentados en la alfombra real.

La puerta abierta de una casa hotel deja ver el patio poblado de maceteros jarrones y lámparas esmaltadas. La música de un ensamble musical con instrumentos de cuerda, flauta de caña y cítara le ponen algo de quietud al bullicio de artesanos y ambulantes que bocean su oferta.

Ante una puerta hay largas colas de muchachas y niños que esperan su turno para hornear el pan. Calor, mucho calor, los turistas transpiran, se tapan la cabeza con hojas de diario, cargan sus botellas con el chorrito de agua de las fuentes decoradas con azulejos polícromos. Pasamos a ver los baños turcos, una sinagoga, el barrio de carpinteros. En la Medina se respiran siglos de costumbres que tienen un origen árabe y bereber.

“Al final veremos lo mejor”, entusiasma Said. ¿Misterio? De la nube de vendedores emerge Abdulhak H. un muchacho flaquito de unos veintipico años ―más cerca de los treinta que de los veinte―. Viste pantalón y remera negra. Su sonrisa mansa descubre la falta de los dientecitos de arriba.  En sus brazos relucen los colgantes y pulseritas de plata codiciadas por las señoras. Su gesto amable suena a un ¡“cómpreme…mire que hermoso”! Una vendedora que nos sigue desde que atravesamos la puerta azul le reprocha al muchacho que ella ofreció primero, suena como ”Alif-alcaha-leyzdo…”, o algo así.

Después que atiendo la oferta de Abdulhak podemos hablar de otras cosas. En su medio castellano me dice: “Tengo diez hermanos, cuatro de ellos se fueron a España, vine a Fez porque en mi pueblo no hay trabajo.  Acá ganamos 100 dinher por jornal, qué hacemos con eso…eh?”. El muchacho me aclara que viene del Rif, una región del norte de África que fue dominio español y centro de revueltas independentistas.

Las mezquitas se abren para la oración de las doce. Sólo entran los musulmanes. El agua de las canillas lava los pies y se pierde por las canaletas del siglo XI. Son muchos los fieles que toman la ablución (5). Nos queda ver desde afuera el arte que está en los portales, puertas, ventanas, herrajes y cielorraso. “Un pueblo sin mezquita no es musulmán” sentencia Said que ordena con desesperación dar paso a un burrero que casi nos atropella con su yunta de fieras. As-salāmu ʿalaykum” (السلام عليكم), le susurra Said al oído del hombre, que quiere decir «dios te dé protección y seguridad” y le da una moneda. Entre la gente del lugar la apelación al Señor suena insistente.

La foto familiar de Mohamed VI (actual monarca) está en todos lados. Viste una chilaba blanca y gorro fez rojo. Los cabellos de su esposa lucen sueltos, liberados del velo, es un aviso para el Marruecos de antaño que el propio guía parece desconocer cuando habla seriamente en broma: “El dilema de siempre es poligamia vs monotonía”. Y mira con picardía a un par de señores que le festejan. Abdulhak no se despega del contingente, por lo bajo me dice con cara de no creyente: “El rey duerme, mira tv, pasea por Madrid y París”.

Ingresamos por una escalera caracol a la terraza de una tienda. “Ya verán, aquí se filmó la serie de televisión más taquillera” nos dice Said mientras sube. Allá abajo una veintena de laburantes en cuero al rayo del sol lavan y tiñen montañas de cueros. Son más de un centenar de piletas de metro y medio de diámetro y dos de altura que desbordan de tinturas infectadas de cal viva y caca de paloma. La gente se agolpa para ver, murmulla. Caemos en la cuenta que esa es la sorpresa. Click click click click click click. El gatilleo de las cámaras suena como un dominó. ¡La escena es dantesca! Uno de los administradores de la Teneduría Dar Dbagh al – Chavara, ―La casa del curtidor― se acerca a la baranda y dice que los salarios de “esta gente” ―por los trabajadores― están por encima del promedio de Fez; “Cuantos desearían estar en su lugar como socios de nuestra cooperativa”, concluye.

Los dueños de la tienda reparten hojas de menta para combatir la pestilencia que emana de las bateas. Click click click. El lugar para el avistamiento es preferencial, se asemeja a un gran palco en U formado por las terrazas de tiendas y bares de los alrededores. Del otro lado de los piletones se levantan edificios de tres pisos pintados de amarillo con ventanitas arqueadas y rejas. Las barandas sirven para colgar los cueros de corderos, cabras y dromedarios. Un señor con un centímetro en el cuello y acento español nos invita a pasar al salón para ver la nueva colección de camperas. Los espectadores ―la mayoría sigue olfateando la hoja de menta― pasan rápidamente a clientes, se sienten más a gusto en el salón que en la terraza. En un suspiro se apoderan de los percheros.

Fiel a su estilo Abdulhak nos espera a la salida de la tienda con el stock sin vender. Los viajeros pasan de largo con sus paquetes y el rifeño los sigue y los sigue. Sabe bien que si consigue detenerlos para ver las chucherías (pulseras anillos y collares) será venta asegurada. “prueba, prueba, cuánto me das, te dejo las tres por cincuenta” insiste. El poder de convencimiento es su mejor arma.

Nos dirigimos a la puerta azul, nos avisan que el colectivo está esperando. En la puerta de la mezquita subshariana ―africanos que no tienen raíces árabes― un grupo de chicos con guardapolvos juegan un picadito con una botella de plástico. La Medina se renueva de visitantes. El bullicio se mantiene. “Paasssooooooo” “Vaala vaala”. De atrás los aguateros gritan y arremeten.

Referencias

(1) Almuecines: En el Islam es el miembro responsable de convocar de viva voz a la oración desde el minarete de la Mezquita.

(2) Medina: Se llama así al barrio antiguo de una ciudad árabe.

(3) Fez: Es la tercera ciudad de Marruecos considerada centro religioso y cultural. También es llamada ciudad imperial.

(4) Chilaba: Es una túnica tradicional que usan los bereberes y árabes.

(5) Ablución: En la religión mahometana y judía es el lavado de algunas partes del cuerpo antes de la oración.

El autor. Juan Carlos Tracogna. (Brandsen 1948). Con su esposa Cristina I. Fernández (también oriunda de Brandsen) residen en la ciudad de Resistencia, Chaco, desde 1975. Sociólogo. Escribe historias de vida, crónica y cuentos (ficción).  Asiste desde el 2015 al Taller anual de Narrativa del escritor Miguel Ángel Molfino, Bar Cultural Macedonio, en la capital chaqueña.

E-mail: jtracogna@gmail.com / Face: JCarlosTracogna

 


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