Una luz al otro lado del río

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MONTEVIDEO.- Lisandro Wallasch se insertó con el fútbol. Hincha de Estudiantes, de 31 años, y ahora también de Peñarol, lo primero que hizo en su departamento del barrio de Malvín fue instalar el cable para poder ver los partidos del torneo argentino. Y el primer contacto con un grupo de gente fuera de la empresa agroindustrial donde trabaja también llegó con una invitación futbolera: un uruguayo que conoció en su rubro, el financiero, le dijo de sumarse a los partidos en cancha de 5 de los sábados.

Su mujer, Sabrina, de 28, en la Argentina había estudiado diseño de moda y, aprovechando las facilidades que brindaba la política de expatriación de la compañía de su marido, se decidió por estudiar en Montevideo alta costura. También retomó el modelaje publicitario, con el plus de encontrarse no más de 50 personas en los castings, lejos de esas miles que convocaban aquellos de Buenos Aires. Para describir cómo los recibió Montevideo usan un adjetivo bien uruguayo: «Impecable». Y eso que son porteños, algo que nunca pasa inadvertido.

Cuando dos años atrás surgió la posibilidad de cambio dentro de la empresa, Lisandro eligió postularse. Pero fue un fin de semana como turistas en Montevideo lo que los convenció. Sentados frente al río, en Punta Gorda, él le dijo: «Y, ¿nos quedamos?». La tranquilidad, la rambla con los corredores, los mates y las bicicletas, y esa conexión cultural indiscutible fueron indicios de que la transición no resultaría difícil. Sí lo fueron los primeros meses con los trámites de radicación y el contraste que les mostró la ciudad en invierno.

Lisandro es parte de una ola de ejecutivos argentinos que en los últimos años desembarcó en sectores financieros, en el agro -con una primera oleada en 2008, año del conflicto con el campo- o en empresas de consumo masivo y de servicios en Uruguay y que se instaló con sus familias en Pocitos, Carrasco o Malvín. «En general, los ejecutivos medios y altos que vienen a Uruguay son hombres de entre 35 y 45 años, con pareja e hijos en edad escolar, que buscan calidad de vida para sus familias», dice Federico Muttoni, gerente de la consultora uruguaya Advice.

Este movimiento de argentinos, que tuvo su pico el año pasado cuando la Dirección de Migraciones uruguaya concedió 1645 radicaciones definitivas -cuatro veces más que en 2012-, y que se repartió entre Colonia y Punta del Este, excede al mundo empresarial. Los motivos laborales o personales son muy variados, pero coinciden en la búsqueda de una vida que les dé un respiro del vértigo y la conflictividad porteña sin tener que alejarse demasiado de sus afectos.

Uruguay no sólo es una opción de cambio al alcance de los argentinos. Uruguay está de moda. En diciembre pasado The Economist sorprendió a todos eligiéndolo «el país del año». Los motivos van desde las políticas progresistas que ha adoptado su gobierno en los últimos años -el matrimonio igualitario, la legalización y regulación de la producción, venta y consumo de la marihuana-, la austeridad y transparencia de su presidente, José Mujica, como paradigma de la idiosincrasia uruguaya hasta otros que podrían desprenderse de forma tácita, como sus playas o la calidez de su gente. Aunque como todo lugar, también tiene su contracara: el alto costo de vida que sufren incluso los uruguayos y otro tema, impensado años atrás, como el de la creciente inseguridad.

Tres años pasaron desde que Facundo de Almeida se instaló con su esposa y sus dos hijas en un departamento en el centro de Montevideo para asumir la dirección del Museo de Arte Precolombino e Indígena (MAPI). El disparador para empezar a buscar una alternativa de vida familiar más tranquila tuvo que ver con la ventana del contrafrente de su departamento a una cuadra del Congreso, esa que daba a la sede del Ministerio de Trabajo. Las manifestaciones no las contaban por día, sino por hora. Los kilos de basura que se acumulaban en la puerta y la zona que empezaba a caer un poco los convencieron para empezar a hablar con conocidos que trabajaban en el área de la cultura. El desafío profesional se sumaba como otra razón para el cambio.

Entre distintas opciones apareció una que le deslizó una amiga uruguaya durante una comida en el Bacacay, un fin de semana que paseaban por Montevideo. «¿Seguís con la idea de irte de Buenos Aires?», le preguntó su amiga. A ella la acababan de nombrar directora de Artes y Ciencias en la intendencia de Montevideo y sabía que andaban en busca de un director para el museo. Facundo la miró a su mujer y ella le contestó: «Yo te sigo a donde quieras».

«Fue una transición, no una ruptura. Elegimos venir. Frente a otros destinos de la Argentina, a mí me resultaba más interesante Montevideo no sólo desde el punto de vista profesional, sino también por venir a una ciudad con una infraestructura y una identidad cultural mucho más parecida a Buenos Aires. Montevideo ofrece las posibilidades de una capital, pero a una escala más humana», dice. Su vínculo con Buenos Aires, sin embargo, se mantiene hasta en lo laboral: sigue dando clases en una maestría de la Universidad Torcuato Di Tella. Pero Montevideo se encargó enseguida de confirmarles su fama de ciudad receptiva. Fueron tres guiños. En la primer reunión, la intendenta Ana Olivera no lo invitó a su despacho, sino que se acercó ella misma al museo. El segundo, durante el primer mes, aún como turistas y sin contrato, cuando tenían que anotar a sus hijas en la escuela. Recién la encontraron el último día de inscripción. «Lo único que tengo es el DNI argentino», se resignó él. ¿La respuesta? «En este país no miramos los documentos de los padres para educar a los niños.» El tercero, cuando a días de haber llegado una de sus hijas repitió eso mismo que había dicho la primera vez que se fue de vacaciones a la costa, lejos de los bombos de las protestas porteñas: «Papá acá no hay pum pum, pum pum «.

Facundo tilda de mitos dos típicas quejas de los argentinos que viven en Montevideo. Una que dice que en el invierno no pasa nada y esa otra que habla de la burocracia y lentitud de los trámites públicos en Uruguay. «A mí no me alcanza el tiempo para hacer cosas. Un ejemplo es la programación del Teatro Solís -cuyo ballet dirige otro argentino, Julio Bocca- o del Sodre. Quizá no llegan exposiciones como las de Proa o el Malba, pero para verlas se cruza a Buenos Aires y listo.» Respecto a la burocracia es contundente: «Son burocráticos en el sentido de cumplir con todo lo que dice la norma y el procedimiento. A la larga el sistema no termina siendo más lento que otro al que termina demorando la corrupción».

Sí afirma que la vida es muy cara. La luz, el agua, el transporte. El equilibrio para él se da con los servicios públicos de calidad que la ciudad ofrece: la escuela pública primaria -no así, el liceo, como se llama al secundario-, la medicina, y las actividades en espacios públicos para grandes y chicos.

Escape a Colonia

Para Laura Corvalán, de 41 años, la respuesta uruguaya a su escape parcial de Buenos Aires no estuvo en Montevideo, sino en Colonia. Como hija de uruguayos pudo nacionalizarse en 2011 cuando se dio cuenta de que quería alejarse de esa «violencia civil» que le proponía la Capital. El año pasado comenzó los trámites de residencia de Juancho, su hijo de ocho años. Fue una migración progresiva: conociendo gente, luego amigos, abriendo puertas laborales. «Me defino como del Río de la Plata. Tengo casas y lazos comerciales de ambos lados. Lo que comenzó siendo un «estoy en Buenos Aires y voy seguido a Colonia» se va transformando en un «estoy en Colonia y voy seguido a Buenos Aires»», cuenta.

¿Por qué Colonia? Como sigue con trabajos en la Argentina -clases de literatura, social media , capacitaciones y estrategias de comunicación digital- estar a una hora en barco es una garantía de comodidad. Así como algunos viven en Pilar, ella está también a 50 kilómetros, pero en otro país. «Además, quería un lugar más tranquilo que una gran ciudad; aunque Montevideo sea chica comparada con Buenos Aires, no deja de ser una capital», dice.

A favor menciona la vida más apacible, la estabilidad económica y, a nivel político, esa curiosidad hoy para el ojo argentino de tener amigos de partidos políticos enfrentados y que, después de discutir de política, al rato se está pidiendo otra ronda de cerveza. ¿Las contras? «Para los uruguayos soy argentina y, peor, me crié en porteñolandia. Y a veces algunos hacen una diferencia -dice-. La otra contra es que está caro.»

Los Guiraud, en cambio, no están convencidos de haber «elegido» Punta del Este. Seis años atrás un conocido necesitaba que alguien ocupara, durante el invierno, una casa que alquilaba durante el verano. La ecuación les cerraba: a Jesús, fotógrafo de moda, le permitía continuar en ese mercado en el que había logrado entrar. Por otro lado, se cumplía un ideal familiar: vivir frente al mar. Pero una apuesta más fuerte los llevó mucho más lejos: a Australia. Un paraíso que dejó de serlo cuando comenzaron a extrañar el idioma y a la familia que había quedado en Buenos Aires. Tampoco quería criar a su hijo mayor, Delfín, en otra cultura tan diferente. Punta del Este y el terreno que tenían comprado ahí fueron otra vez la respuesta.

«Si estás en un lugar, querés generar cosas ahí -dice Tini, la pareja de Jesús-. Así surgió la idea del restaurante.» No Seas Malo, en el bosque de La Barra, se hizo realidad hace tres años al igual que la casa construida en barro que levantaron con sus propias manos frente a la playa. «No queríamos tener un hijo australiano que no supiera qué es un asado o qué es El Cuartito [por la pizzería porteña]. En Uruguay no había casi diferencias culturales. Ahora mis viejos pueden venir todo el tiempo y tienen una gran relación con sus nietos», dice Jesús.

Para ellos fue la naturaleza, la vida frente al mar y que sus hijos no perdieran sus raíces rioplatenses. Para otros, es escapar de la vorágine porteña y encontrar una vida más apacible sin alejarse demasiado. Pero si hay algo en lo que todos coinciden es en que en Uruguay encontraron lo que andaban buscando.

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