Gándara, pueblo desolado. La fábrica que llegó a procesar 136 toneladas de yogur por día, en ruinas y abandonada

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Fue una de las empresas lácteas más grandes de la Argentina, pero está en ruinas y abandonada. Publicó La Nación.

De un lado de la calle está la fábrica abandonada en un predio de más de 50 hectáreas donde se acumula la chatarra de una empresa láctea de las más poderosas de la Argentina en sus años de esplendor. Del otro lado, las casitas, también abandonadas, donde vivían algunos de los empleados de esa planta, que trabajaba las 24 horas para procesar los más de 600.000 litros de leche diarios que ingresaban para producir toneladas de dulce de leche, yogur, helados y manteca. En la calle, tres tipos que se saludan, se abrazan, sueltan carcajadas contenidas en un reencuentro casual que se demoró décadas, postergado detrás de un muro de angustia y olvido.

“¡Ingeniero! ¡Tanto tiempo! ¿Cómo anda usted?”, grita Oscar Sueldía cuando sale de la única de las casitas que tiene vida, con una chimenea humeante y plantas en el hall, frente a la fábrica Gándara, a unos 20 kilómetros de Chascomús. Sueldía es el único de los ex empleados que vive frente a la planta cerrada en 2003 y uno de los pocos habitantes del paraje homónimo que se resiste a morir en el abandono. Aunque pasaron casi 20 años del final tormentoso de la fábrica las memorias brotan vívidas en los abrazos con Luis Hoyos y Luis Pommerenck, jefe de producción y jefe de planta, respectivamente, en los tiempos que Gándara se consolidó como una de las potencias lácteas.

Ahí están los tres tipos. Soltando anécdotas, arrebatándose en la conversación, uno sobre otro, hurgando en las memorias que dan vuelta en sus cabezas. Se animan al recordar que de una producción diaria de 25.000 litros de yogur se pasó a 136.000 en una sola temporada y con las mismas instalaciones mientras, al mismo tiempo, se fabricaban 42 toneladas de dulce de leche y se abastecían a 28 semiremolques por jornada que iban a Buenos Aires, La Plata, Mar del Plata y todo el sur del país. Aunque se abaten cuando vuelven a la realidad, porque de esa época dorada solo quedan las ruinas y el abandono.

“Nunca más volví. Los últimos dos años de Gándara me hicieron mucho mal, entonces, me alejé”, dice Pommerenck, uruguayo de pura cepa, mate y termo en mano, mientras pasa cerca de lo que era la entrada principal de camiones que aún tiene el nombre de la fábrica, la misma que atravesó por más de 20 años. “La herida sigue abierta en Chascomús. En la calle nos encontramos con ex compañeros y ya con la mirada te das cuenta que te dicen ‘che, que cagada el cierre de la fábrica’”, relata quien dejó su país en los 70 y se asentó definitivamente en la ciudad de unos 45.000 habitantes.

“Todo el mundo habla de Gándara y la gente siente que le falta algo en la vida. El final fue una agonía y muchos ex empleados tuvieron que hacer tratamiento psiquiátrico porque no soportaron las condiciones de los últimos años. ¡Imagínate ir a tu laburo y no hacer nada durante ocho horas porque no había producción! Eso a la gente le costó mucho”, suelta Hoyos, que trata de mirar para otro lado cuando descubre la esquina de la planta donde estaba su oficina. Un rato antes había aceptado acompañar a LA NACION porque debía pasar por la planta de Villa del Sur, a la vera de la autovía 2, donde hoy brinda asesoramiento.

La ventana de esa oficina, como todas las del sector de administración, están cerradas, salvo algunas que permanecen semiabiertas para dar luz a los vigilantes que custodian las instalaciones. Los galpones de las líneas de producción están cerrados, aunque se pueden ver las ruinas; hay portones con candados que impiden acceder al predio, aunque no pueden ocultar los tanques, máquinas y restos de hierro que están desparramados. Tampoco la caja rectangular y metálica donde funcionó una cámara inteligente con capacidad para colocar 700 pallets, en dos módulos, y dos robots que alimentaban esas estanterías. Un orgullo tecnológico para la época.

Fabrica y paraje

El paraje nació y murió al ritmo de la fábrica, perteneciente al Grupo Lactona que también tenía una planta en Lezama. El paso de los trenes, que unen Mar del Plata con Constitución y Alejandro Korn con Chascomús, una unidad de la Patrulla Rural, que funciona frente a la planta, y algunas familias lo mantienen vivo, aunque en los últimos años creció el turismo en bicicleta y otros visitantes ocasionales admiradores de los sitios abandonados. Algunos pasan los límites sin advertir los carteles de Propiedad Privada colocados en los accesos a la fábrica y las siete casitas que la empresa ofrecía a sus empleados. “No entienden que esto es propiedad privada, me hacen agarrar una calentura bárbara”, se queja Sueldías, una especie de custodio del pasado gandarense.

Las tierras donde se encuentra el paraje pertenecían a Domingo Leonardo de la Gándara que, según está documentado en el archivo municipal de Chascomús, luchó contra las invasiones inglesas de principios de siglo XIX. Cuenta la historia que en 1823 compró una porción de tierras en las cercanías de la laguna Vitel y luego comenzó a crecer el paraje. Antes de morir, Gándara traspasó las tierras a sus hijos que fueron cediéndolas para distintos usos. Así nació la estación de tren, una escuela colonia, el monasterio, la fábrica láctea, almacenes de ramos generales, clubes y pulperías.

Un grupo de tamberos de la zona, que no tenían dónde comercializar la leche, fundaron en 1896 la Sociedad Anónima Unión Gandarense que funcionaba con un estatuto de cooperativa “con la obligación de los socios de vender a la misma la leche de sus tambos, entregándole diariamente en la fábrica, una o dos veces al día, según la estación” con un precio que debía ser fijado “quincenalmente por la Comisión Directiva teniéndose en cuenta su calidad”.


“La fábrica tiene que ver con las usinas lácteas en la provincia y la cooperativa fusionó varias fábricas. Por mucho tiempo trabajaron en ese formato hasta que en 1963 la compró la familia Rodríguez y desde ese momento adquiere otra fisionomía y modernidad”, relata Alejandra Bilbao, directora del Instituto Historiográfico Casa de Casco y esposa de un ex empleado de la fábrica. En Chascomús casi todos los habitantes tienen algún familiar ex Gándara.

“En el paraje había mucho movimiento social, además del fabril. Había fiestas, boliches, almacenes, lugares donde la gente se reunía a jugar a las cartas, se hacían fiestas comunitarias, de Navidad o Año Nuevo. Gándara tenía vida propia más allá de la fábrica, pero cuando murió Rodríguez, se fue apagando. La gente sufrió mucho el cierre porque la fábrica era como una gran familia”, admite.

Juan Carlos Rodríguez fue el dueño de Gándara hasta que falleció en 1989. Según quien opine, un hombre extraordinario, un adelantado para la época que introdujo mucho de los productos que aún perduran en el mercado y una persona que hacía sentir a todos sus empleados como su propia familia. De la mano de Rodríguez y sus equipos la fábrica aumentó exponencialmente su producción y alcanzó una proyección nacional. Se recuerdan sus spots publicitarios y los puestos ubicados sobre la ruta 2, camino a Mar del Plata, donde en plena temporada de verano a los turistas se les entregaban productos de la fábrica. Esa costumbre se mantuvo hasta los años noventa.

Gándara, la marca, se colgó algunas medallas. En 1981 introdujo el primer yogur descremado de mercado; en 1984 lanzó Yogurbelt, de bajas calorías; en 1986 sacó al mercado el primer yogur de litro, el mismo año que promocionó la mozzarella rallada. Ya en los noventa surgió el yogur bebible, el helado y el dulce de leche dietético.

“En el pico de producción llegamos a estar 28 horas de corrido en la fábrica sin cruzar a nuestra casa”, recuerda Pommerenck que vivió durante un tiempo en las viviendas de la empresa. “Pero el ambiente siempre fue muy bueno; nos esforzábamos y la pasábamos bien; todos ganábamos buen dinero y si se precisaba algo, la fábrica estaba, no solamente para los jefes, sino para todo el mundo”, agrega.

“Días enteros y también Navidad o Año Nuevo porque la producción había escalado mucho”, suma Hoyos. “Salían 28 semiremolques por día, una producción infernal. Después vino el helado y, además de todo, se hacían 42 toneladas de dulce de leche por día. Se laburaba las 24 horas, solo parábamos algunas horas para limpiar las instalaciones”, acota.

El uruguayo, que sigue con su mate, sostiene que Gándara era una gran fábrica que funcionaba “como una empresa familiar, una pyme a gran escala, ese era el espíritu y eso lo trasmitió Rodríguez”. Y que con su fallecimiento “se murió un estilo de trabajo” además de la fábrica y el paraje.


Los herederos de Rodríguez vendieron la fábrica a Parmalat en una cifra millonaria. En ese momento Gándara estaba limpia de deudas y con una producción constante, pero la quiebra de Parmalat en 2003 inició la debacle. La empresa láctea italiana cerró sus plantas en todo el mundo, muchos de sus directivos afrontaron juicios y terminaron en la cárcel por maniobras fraudulentas, mientras en Gándara los empleados seguían ocupando sus puestos, pero sin trabajar porque no había producción.

La Compañía Láctea del Sur, de Sergio Taselli, tomó el control de la planta después de la intervención de la justicia y así se evitó el corte por tiempo indeterminado de la Autovía 2, la amenaza de los trabajadores si no resolvían la situación. Pero Taselli no hizo mucho más que eso y tras presentarse en quiebra, la fábrica cerró definitivamente. Las últimas imágenes son de un acampe permanente alrededor de la fábrica que estuvo inactiva durante alrededor de diez años.

“En noviembre de 2007, cuando se cerró y dijeron que no había más plata para nadie, de la noche a la mañana…. estuve como 15 o 20 días ahí atrás, encerrado en mí casa, pensando qué hacer, de qué laburar. Tenía 50 y pico de años y no pude conseguir un trabajo, me dijeron que era un viejo para manejar un camión, me quería matar”, recuerda Sueldía parado a pocos metros de la entrada de la fábrica abandonada, una imagen que ve todos los días de su vida.

“Cuando se cerró me pude quedar. Una vez vino el nuevo dueño, me quiso sacar, me amenazó con un juicio, pero le dije: ‘pa´ qué quiere las casas si acá no hay nada?’ No tengo nada, le dije que me deje morir acá; si no, me tenía que armar una carpa en la vereda”, dice junto a su esposa, Stella Maris Gravano, que intercambia mensajes a diario con la familia propietaria del predio vía WhatsApp. LA NACION intentó comunicarse, pero no tuvo respuesta.

Al igual que Oscar y Stella Maris hay otras familias que siguen apostando por el paraje entre las ruinas de la fábrica, el Colegio Apostólico San José, los almacenes y las viejas casitas de los empleados. Como el caso de Virginia Costa y Sebastián Cappiello que en 2020 se mudaron a un campo familiar para iniciar un emprendimiento turístico con dos cabañas que instalaron cerca del casco urbano.

“Hay mucho foco puesto en pueblo fantasma y no es tan así. Acá hay un paraje rural con gente viviendo, hay tambos y actividad ganadera. La fábrica abandonada es una realidad, pero el pueblo está vigente”, dice Virginia de Refugio El Vergel. “Somos la única familia nueva, todos los demás son los dueños originales de los campos. Hay turistas que vienen en bici, en auto, en moto, turismo rural, gente que viene a pasar el día a pasear, a conocer, a ver cómo era la fachada de la fábrica o el monasterio cerrado. Vivir acá es hermoso. Una vez que llegas acá es muy difícil volver a la ciudad”, afirma.

¿Qué pasa hoy con la marca Gándara? La firma Inversiones para el Agro (Ipasa) relanzó, hace dos años, algunos de los productos produciéndolos en una planta de Pilar que pertenecía a Compañía Láctea del Sur. La etiqueta y otros activos de la ex Parmalat fueron rematados en 2009 con un proyecto de relanzamiento de la marca que no se concretó.

Yogurt bebible y entero, leche, leche chocolatada y dulce de leche son algunos de los productos que comercializa Ipasa para intentar recuperar un terreno perdido. “Me dijeron que el dulce de leche se conseguía en La Plata. Fui, compré como cinco potes, volví a Gándara y lo probé…. No es lo mismo che, no es lo mismo. Se nota mucha fructuosa, te pica en la garganta. No es igual del que hacíamos acá”, se lamenta Sueldía. Los dos Luises lo escuchan, de espaldas a las ruinas.

Fuente: La Nación


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